domingo, 30 de septiembre de 2012

Valores de mercado

Lo fácil hubiera sido irme sin más de la casa, o haber ido a por el revólver que había en el cajón de la mesa del estudio, pero lo cierto es que me quedé en el pasillo, al lado de la puerta esperando a que echaran el polvo. Esperé pacientemente a que acabara Marcos su trabajo para coger mis cosas. Saqué del bolsillo interior de mi cazadora un paquete de tabaco y empecé a fumar poco a poco. Era la metáfora perfecta del final de nuestro amor: estaba fumando -sí señores, fumando- y con la mano derecha aguantaba por el cuello una botella de cerveza. Mi espalda restaba apoyada en la pared y mi pierna izquierda flexionada, tocando también la cal. 

A los veinte minutos salió Marcos de la habitación. Me miró sonriendo y le devolví una mirada tranquila y segura. Posiblemente si lo que bebiera no fuera cerveza y lo que fumara no fuera tabaco, hubiera ido a la cocina y le hubiera disparado. Pero no.

- Tu turno, chaval. Todavía tengo de sobras por si tú también quieres- me espetó de manera seca, con media sonrisa. 

Entré a pasos ciegos y no miré a mi mujer. Cogí una caja de cartón y fui recogiendo en ella nuestros más sinceros tesoros: el consolador que nos compramos por Ebay, el catálogo de Ikea del año 2007 (colección Otoño). Me llevé también el billete de tren que había comprado para irse de trabajo a Brasil y los ahorros del pote de galletas que teníamos en la cómoda. Judith estaba medio ida entre el orgasmo y el cansancio, por lo que solamente se perpetró de mi llegada cuando alzó un momento la vista buscando algo y vió mi cabello castaño que llega hasta la cintura. Posiblemente se tapó la cara y empezó a llorar. Quizá dijo mi nombre -Irene-... yo me giré hacia ella y me llevé el dedo índice de mi mano derecha a mi boca, haciendo señal de que callara.

Salí firme de la habitación y la dejé llorando. Marcos tomaba un café recién hecho de nuestra cafetera, pero me dirigí hacia la salida sin prestarle atención. Cogí las llaves del coche -un Opel Corsa del 2005- y me dirigí hacia el aparcamiento del bloque susurrando cosas sin sentido. En el momento en el que iba abrir la puerta del garaje escuché un estruendo, un ruido sucio y grave que traspasó todas las paredes del edificio. Seguí caminando tras abrir la puerta, yendo al coche.

El revólver. El precio de la moral, de la infidelidad. El dudoso concepto de la justicia ética cayendo a plomo sobre el delincuente.

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