miércoles, 28 de marzo de 2012

La Morgue


Sildo se paró de seco. Leyó poco a poco en voz media: "¡La mejor de las muertes puede ser la suya! Rápida y sin dolores si recurre a nuestros profesionales", el eslogan que aparecía destacado en una de las vidrieras de una tienda de la calle Kafka y que llamaba la atención desde hace pocos meses por lo macabro de sus productos.

Titubeante y un poco nervioso entró en el comercio y la primera imagen que vio fue una estantería repleta de tarros etiquetados repletos de líquidos y pastillas de diferente color ordenados alfabéticamente: alzheimer, cáncer, cólera, rabia... en "La Morgue, muertes asistidas" uno podía contratar la forma de morir más adecuada a sus gustos de una manera personalizada; disfrutando de un tratamiento exquisito por parte de los vendedores que asesoraban con descaro a sus potenciales clientes. Como prueba de ello consta el suicidio colectivo que hicieron en Plaza Dunkerque hace dos años para conmemorar la apertura de su establecimiento y que provocó que una masa de gente deseosa de morir soportara grandes colas para comprar y contratar sus servicios.

La imagen de Sildo, a primera vista, conllevaba a pensar acertadamente sobre una persona infeliz: un físico desgastado por los años con su alopecia reinando su cuerpo, sus gafas de pasta dobladas y su tartamudez exagerada que afirmaba una realidad ya dibujada al primer golpe de ojo: era un pringado, un tiradete pasado de años y con mínimas posibilidades de prosperar en la vida más allá de su tienda de reparación de televisores en blanco y negro. Obviamente, nuestro protagonista no podía ser objeto de el catálogo de muertes románticas que ofrecía La Morgue en su catálogo Primavera - Verano -le faltaba la mujer, la otra parte contratante del servicio- al igual que no le llamaban la atención todas aquellas ofertas que hacían mención al dolor, como eran las descargas eléctricas, el garrote vil, el empalamiento, una ráfaga de ametralladoras...

-¿Deseaba algo el señor? -preguntó con interés un gominas, (encargado de la sección de enfermedades mentales). Sonriente y sin esperar respuesta del interesado, le cogió por banda y le enseñó el catálogo y las ofertas para el mes. Ante el macabro arsenal que veía en las páginas, Sildo eligió la sobredosis de la casa. El gominas apuntó de manera rápida en un post-it el pedido y lo pasó por una ventanilla al almacén. Al minuto, el vendedor ofrecía a su cliente una cestita de mimbre la sobredosis de la casa, formada por medio kilo de marihuana congoleña,  tres botellas de cuarto de litro de absenta negra y dos sobrecitos de speed, a lo que se sumaba tres dosis de caballo que ofrecía la casa por ser la promoción del día. En total, 220 euros que Sildo pagó a tocateja con la Mastercard, dejando en el cenicero de al lado de la caja registradora dos euros de propina al dependiente.

Salió de la tienda cerrando poco a poco la puerta, confiado en haber hecho una buena inversión. No cogió el tíquet de compra, quedó prendado del servicio, agasajado desde el primer momento que no valoró la posibilidad de arrepentirse por su compra. De hecho, si no quedaba satisfecho, no habría manera de devolverle el dinero...

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