jueves, 16 de agosto de 2012

La vida sin ti

Me despierto cada mañana a las siete por culpa de un despertador Casio heredado de mi abuelo. Acto seguido me lavo la cara con abundante agua fría nada más salir de la cama y micciono con la tapa subida (¿?) y pongo rumbo a la cocina para desayunar un café solo con una cucharada de azúcar, dos tostadas -nunca mejor dicho- con mermelada o miel, dependiendo de como sople el viento, el color del cielo o el sabor del zumo que tengo en un vaso de plástico que anteriormente guardaba la Nutella que tanto le gusta a David.

Voy a su habitación: los muebles ordenados y con una ligera capa de polvo. La cama perfectamente hecha; solo el tintineo de una mosca en su flexo chocando con la aleación de aluminio y algo más. Son las ocho menos cuarto de la mañana.

Vuelvo a la habitación. Me visto -camiseta negra ceñida, tejanos y deportivas- mientras suenan las noticias. Son las nueve. Hago la bolsa con fruta, la llave, mi cartera y los papeles de la oficina. Cuando paso por la nevera, enganchado con un imán de cuando fuimos a Vancouver veo la factura del tanatorio.

Me siento en la silla. La ropa sucia está por tender. La foto de Marge preside la casa. Los telegramas por condolencias rebosan la buzonera y parte de la entrada.

No he aprendido a vivir solo.

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