martes, 26 de febrero de 2013

Primer movimiento

  1.Odiar. Decir. Creer.

     Lo que más odiaba era volver en metro a casa en invierno. Siempre sobre las tres cuando ya no quedaba nada que hacer. Cuando no había más cervezas que tomar en algún pub. Acabábamos la noche con una media de cinco o seis cervezas y un par de macetas con alguna combinación de ron explosiva para aquel entonces -las dos de la mañana- con algún puro entre los labios: era el elemento de distinción, de señalar que aunque nosotros fuéramos con pantalones ajustados o amplios, con jersey o con polar, con raya o con gorro, era la marca de que éramos mejores a los demás. Y eso les hacía gracia a esa banda de mentecatos que se dedicaban a agitar las cabezas entre alguna canción desgasada de Millencolin de The Libertines en Oasis.

     Decía que esperar el metro era lo más aburrido de toda la noche. Tocaba hacer lo mismo todas las noches de todas los sábados, teníamos un ritual: a las once, teníamos todos pareja. A la una habíamos cometido demasiados excesos ambos para acordarnos de nuestro nombre -siempre en un WC o en algún sitio similar, no pidas más detalles- y alguna vez había acabado con un final feliz para los dos. No, no lo voy a describir. Por aquel entonces, subidos de alcohol volvíamos todos emparejados al metro y allí lo típico, antagonistas, actores de una errónea historia para las Julietas: falsas promesas de amor, algunos "te llamaré mañana por la tarde" o "iremos a tal concierto para que..." En el momento de llegar el metro todo era entrar con ellas sutilmente en el vagón y salir nosotros corriendo otra vez hacia la vía, dejándolas descompuestas. Ellas se quedaban por un segundo calladas, y nosotros nos descojonábamos al punto de caernos a la vía. Se indignaban. No valoraban el rato de felicidad que habíamos tenido. Egoístas. Luego, diez minuto después, en el siguiente metro nos volvíamos para nuestras casas irónicamente incomprendidos.

     Lo creáis o no, llevaba un libro siempre en la chaqueta para salir: La soledad del corredor de fondo, de Allan Sillitoe. Lo leía apoyado en la ventanilla, viendo a los demás como se mareaban -a veces- y vomitaban todo lo que habían bebido. Se pasaban tabaco y compartíamos experiencias nocturnas mientras nos íbamos desperdigando entre parada y parada. Yo era el último. Subía las escaleras del metro y respiraba el aire frío del invierno. La mayoría de las veces a bajo cero, caminando por la noche hasta casa, donde me esperaba nadie. Nadie es mi particular forma de llamar a mi cama que nunca estaba arreglada. Yo entraba, me desnudaba en el descansillo de la entrada y corría -podéis creerme- como alma que llevaba el diablo hacia la cama, donde todavía borracho me fumaba un cigarro antes de dormir hasta cuando fuera. No me planteaba un día siguiente.

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