lunes, 28 de enero de 2013

Romain Feillu

Busqué seguir la rueda buena; aquella que permitiera al salirme de la linea que formaban las camisolas azules rivales luchar por la victoria. Aquella que soñé una tarde al perder el tren en una cuesta como acabado de subir el Poggio.

Dos kilómetros para meta. Como si fuera la vida, ataqué. Demarré con todas mis fuerzas. Volaba. Era un cohete que se deslizaba a toda velocidad por el adoquín, solo que en vez de sujetar con fuerza el manillar manejaba un ramo de tulipanes de diversos colores-. Sigo: volaba, llovía, mis gafas se empañaban y no escuchaba nada a mi alrededor. Quizá... sí: tú estabas allí entre el jaleo del público, notando cómo el lactato se acumulaba en mis piernas, como cuando exploté en el Kapelmuur... quizá, si. Eras demasiado joven y no conocías para nada mi historia...

Cuando quedaban exactamente cuatrocientos metros llegó el treno: cual pirado apreté si cabe mis piernas con un desarrollo imposible. Trescientos metros y veía la meta. Ya podía oler, podía abrazar la victoria si sufría más.

Desfallecí ante lo imperdonable: una marmolada, doscientos metros y grité en la carretera. Eché pie a tierra desfallecido. En las vallas metálicas un vocerío inmenso -no te retires ahora Romain, es tu momento- pero, ¿acaso tenía sentido?.

Empujé la bicicleta. Perdón, caminé con las flores. Hasta la meta. Pasé al lado del podio. Dejé mi dorsal. Perdón, las flores, apoyadas con celo.

Y siento que, aunque vuelva a fallar, deberé atacar. A falta de dos klómetros. Romain estaría orgulloso.

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